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La cerradura del sagrario

Me arrodillé justo en frente de un Sagrario, de plata maciza, repujado y artístico, en la capilla del Santísimo en la Iglesia de la Magdalena, en Sevilla. No estaba expuesto Jesús Sacramentado, pero la paz y la mística espiritual rezuma en el ambiente, se respira, forma parte de la atmósfera. 

 Rezaba y rogaba, buscando soluciones, esperando una voz que me tranquilizara el alma, o la conciencia, o quizás las dos. Recé como rezo siempre que estoy ante Él: Bendito sea Jesús Sacramentado, sea por siempre bendito y alabado. Padre Nuestro… Es mi oración favorita. La rezo, no sólo ante el Santísimo, sino en cualquier sitio y a cualquier hora.
 
Rezaba intentando concentrarme en el significado de mis palabras, cuando me fijé en el ojo de la cerradura del Sagrario. Era grande y destacaba por su oscuridad ante el brillo plateado, ocasionado por las luces incidiendo sobre el precioso metal. No podía retirar la mirada, imaginándome qué habría en su interior… ¿estaría Cristo con el Padre y el Espíritu Santo, rodeado de Ángeles?, ¿sería la misma Gloria, el Reino de los Cielos?
 
Me distraía esa oscuridad, ese ojo de cerradura. Qué ganas de levantarme e ir a mirar por él. Era obvio que se vería mal que lo hiciera, no estaba solo y tenía poca lógica que me pusiera a curiosear por la cerradura de un Sagrario. Me tildarían de loco sin lugar a dudas. Si pudiese convertirme en un ser muy pequeño y colarme allí dentro; abriría la puerta y entraría despacito, cerrando a mi espalda… ya una vez dentro… Dios dirá. Pero ¿cómo reducirme hasta ese extremo, qué digo a ese extremo, un sólo centímetro?. Di por acabada la aventura, volví a la realidad: alabado sea Jesús Sacramentado, sea por siempre bendito y alabado. Padre Nuestro…
 
No había terminado de rezar el Gloria, que ya estaba mirando el agujero dichoso. No podía concentrarme, interiorizar las oraciones en mis sentimientos, haciéndolas parte de ellos, que es lo que a mi me gusta hacer cuando estoy en el Sagrario: quiero sentirme y quiero sentir a Cristo. A veces llego a sentirme apoyado en su pecho, mientras su brazo rodea mis hombros. Me encanta cuando llego a ese momento de interiorización. Sentir esa presencia, es tan maravilloso, que entrega uno su voluntad al Señor y, simplemente, confía.
 
Casi tenía perdida la batalla, imposible colarme por el ojo de la cerradura, por muy grande que fuese éste o por mucho que consiguiese yo menguar, cosa imposible. Cuando, me vino la luz -Espíritu Santo-, y por qué no… imposible colarme todo yo, pero ¿y mi alma?, seguro que ella si cabe por un pequeño poro, ¿quién sabe si es capaz incluso de traspasar las paredes, las distancias o el mismísimo tiempo?. ¡El alma! ¡El alma! ¡El alma es la solución!
 
Estaba en Gracia de Dios, hacía unas horas que había comulgado, no debería tener mi alma problemas para entrar en terreno sagrado, que no prohibido. La expulsé de mí; no preguntadme como lo hice, pero ocurrió. No sé… es como si espirásemos por toda nuestra anatomía. Te quedas con un gran vacío inexplicable pero veraz. Salió de mi cuerpo… sin prisas, sin pausas… sin tiempo… entró y salió, y volvió a mí. 
 
¿Cómo leer el alma? ¿Cómo hablar con ella para que te cuente que ocurrió o que vio? ¿Alguien sabe?… yo sólo sé la alegría tan inmensa que sentí con su vuelta. Aún, cuando lo recuerdo siento una paz en donde los sentimientos se remansan en un lago de armonía, luces y colores, aromas y melodías, que saben a Cielo… Digo yo.
 
Artículo escrito por Diego Mestre Dominguez.

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